Dicen que cuando te haces mayor, recuerdas con intensidad la infancia y la juventud. Y me voy dando cuenta de que es cierto.
En estos largos días que van durando unos cuantos años, en que la disociación y la esquizofrenia me despiertan por las noches para recordarme que sí, que estoy loca y que de vez en cuando me premian con algunos momentos de cordura. Y esos momentos los dedico a pensar en los mejores días de mi vida.
No sé como llegó hasta mí. Vale, sí, éramos familia y es fácil. Pero tengo más de una decena de primas y ninguna de ellas se acercó a aquella niña que se pasaba el día encerrada en la habitación y tenía muy pocas amigas. ¿Por qué me eligió? Tal vez necesitaba una hermana pequeña y yo necesitaba una hermana mayor, y eso que las dos ya teníamos ese cupo cubierto.
Lo cierto es que con ella aprendí miles de cosas, de música, de literatura, de chicos, de fantasía, de películas, series, libros, cantautores... Pero nada de ello fue tan emocionante como el aprender de ella a escribir historias donde yo podía ser alguien. Echo mucho de menos escribir con ella, porque era lo que hacíamos. Empezábamos una historia y a cada una le tocaba una semana escribir. Y siendo tan diferentes no entendíamos a la perfección. Nunca nos corregimos porque lo que ella escribía era precisamente lo que yo quería expresar. Y nos lo tomábamos muy en serio y con disciplina, donde no llegaba una, llegaba la otra. Y puedo asegurar que surgieron verdaderas maravillas. Pero duró pocos años
Nos hicimos mayores, nos casamos, tuvimos hijos, los criamos y nos hicimos más mayores. Dejamos que otras personas intervinieran en nuestra relación y nos alejamos. Puedo asegurar que nunca dejé de pensar en lo especial que era para mí y cómo llegó en el momento adecuado en que podría haberme convertido en otra cosa, en algo horrible y fuera de lugar. En cierta manera fue mi salvavidas en aquellos horribles años.
Es por eso que ahora, que la vida pesa tanto, que la echo tanto de menos.